Menú

Menú

Fríamente Calculado y que la virgen me lo acompañe

Es lunes, que a estas alturas del viaje, es igual que un viernes o un domingo. Simplemente sabía que estaba en la mitad de Hato Corozal, Casanare,  luchando por escupir un trozo de plástico que se había quedado atascado en mi  garganta cuando abrí la bolsa de agua para vaciarla en los recipientes que adornan con más peso mis alforjas. A mi lado paró un colectivo intermunicipal, aproveché para preguntarle cuanto tiempo podría tardar en llegar a Sácama el lugar a donde me dirigía. En los ojos negros y saltones de esa piel morena, o más bien quemada por el sol, se notaba que algo me quería decir, y lo disimuló aconsejándome que mejor fuera a Tame y buscara ir más seguro en un transporte intermunicipal.

Repito, lo que se sabe no se pregunta. Por un momento intenté dirigirme a Tame, pero como siempre lo he pensado, el miedo es una droga alucinante, y esa mañana creo que de verdad me encontraba bastante narcotizado. Para no sentirme tan solo, puse música en el celular y eché a rodar. Los primeros 10 kilómetros fueron un tránsito lento y solitario, eso si, subiendo. La única alma que salió a mi encuentro, fue un señor con sombrero, de camisa blanca percudida, pantalón oscuro y descalzo. Esa sería la ultima vez que escucharía el típico saludo llanero que sobresale como un grito agudo “ wueee pitiiii” alzó su mano derecha en señal de despedida, mientras trataba de tensionar un alambre de púas al costado derecho de la carretera.

El reloj marcó las 9:13 minutos  y como un radical corte de azul a rojo, el pavimento se acabó. A partir de allí un terreno irregular lleno de arena  y rocas redondas intensificarían mi alucinación: la luz del día no es suficiente para sortear la trocha y menos en ascenso.

No fui bueno en las matemáticas, tal vez eso me hizo periodista, pero  cuatro meses rodando por Colombia, aparte enseñarme a usar más la intuición, también me había enseñado algo de lógica matemática. Si la distancia a Sácama en ese momento era de 60 kilómetros y mi promedio de velocidad era de 5 kilómetros, tardaría algo mas de 12 horas para llegar al destino.

Nunca se cruzó por mi cabeza regresar a Hato Corozal. Si tenía miedo, lo usaría para enfrentar lo que vendría, entonces pensaba: imposible que no exista una casa donde pueda extender mi carpa y conseguir alimento. Empecé a cantar a “moco tendido”  Get it up una canción de Ziggy Marley  que en un renglón dice algo así como: la verdadera carrera no es para los veloces, la paciencia te da virtud.

Como si fuera un mantra, una camioneta blanca de platón me pitó para que me hiciera a un lado. Salí del trance en el que estaba cantando la canción del hijo de Bob Marley. Le pedí uniendo mis manos en posición de suplica que me llevara. El hombre canoso, de nariz grande y ojos claros me hizo un gesto con la cabeza de aprobación, eso sí advirtió: Súbase al platón con la bicicleta. El mensaje fue claro, quédese ahí.

Cuando me acerqué al platón para subir la bicicleta, Toy un perro negro con pinta de labrador lleno de lagañas se asomó al borde, gruñía y pelaba sus colmillos,  latía con rabia. Me detuve en seco, miré hacia la cabina buscando aprobación y como si fuera una nueva orden, el conductor me dijo: “Hombre suba que ese no le hace nada”. Si el dueño lo dice es por algo, después de todo no tenía otra opción. Tres esfuerzos fallidos intentando subir los casi 50 kilos de Zumbambica al platón, hizo que un hombre bajara de la cabina en mi auxilio. Era un campesino que también estaba siendo remolcado esa mañana. Mientras los dos hacíamos fuerza y en todo de burla me dijo: toca que deje de cargar piedras del río.

Un poco más adelante el aventón para el campesino terminó. Cuando el carro se detuvo, aproveché para darle agua a Toy, que finalmente resultó ser un perro más que amigable, cobarde. La declaración de la señora Rosalba, que horas antes me despidió del Hotel Serranova, en Hato Corozal mandándome en compañía de la virgen, estaba manifestándose. No tanto por el aventón que estaba recibiendo. Diría yo, por darme la fuerza en mis manos para poder agarrarme y permanecer encima del platón. Este señor debería abandonar sus labores del campo y ser piloto del Rally Dakar, no le iría nada mal.

Más adelante, se detuvo en una finca donde había una casa campestre, un par de vacas y dos perros salieron batiendo la cola a saludarlo. Del carro salió agarrando en una de sus manos, un bolsa blanca donde unos mostachos de una cebolla larga se movían al ritmo de su caminar. Llamó a Toy con un silbido y me dijo: no se baje, voy a entregar esto, ya vengo.

Cuando regresó, después de unos 10 minutos, me sorprendió tomando fotos a la bicicleta montada en su camioneta. Entonces me preguntó ¿a que le está tomando fotos? La respuesta no era tan obvia. Debía explicarle de alguna manera, que mi intensión  no era más que tomar un par de fotos para las memorias del viaje. No respondió nada, abrió la puerta, le ordenó al perro subir adelante, luego subió él, prendió el carro y continuamos.

Si antes no tenía piedad de su perro en el platón, ahora que Toy estaba en la cabina, mucho menos la tendría conmigo. En dos ocasiones quedé suspendido en el aire. En una curva Zumbambica estuvo a punto de salirse y cuando mi sombrero voló, afortunadamente quedó ensartado en el trípode de la cámara. La aventura terminó 21 kilómetros adelante, la camioneta se detuvo. De la cabina saltó Toy y el conductor que luego bajó la tapa del platón y dijo: Pariente, hasta aquí vengo, que le vaya muy bien.  Media vuelta y se fue en compañía de su perro por un sendero. Nunca supe su nombre, tampoco tuve el chance de estrecharle mi mano y agradecerle lo que había hecho por mi.

Es hora de subirme nuevamente a la bicicleta. Pero a penas di tres pedalazos, la cadena en la parte trasera, quedó apretujada entre el rin y el juego de piñones. Sacarla de ahí me tardó unos 30 minutos. Sorbo de agua y nuevamente en solitario, con las manos llenas de grasa y sin otra opción más que continuar avanzando por la trocha.

Un grafiti en una señal de transito de tres letras: una vocal seguido de dos consonantes, volvió a hacerme sentir el patito feo en un imponente paisaje donde la llanura del Casanare agonizaba. Solo pensaba qué argumentos podía usar a favor, para demostrar la verdadera intensión de este viaje y no ser señalado como un informante, como un sapo, como un miliciano.  Al poco tiempo, la trocha desembocó en una carretera asfaltada y debidamente señalizada. El pavimento, aún color betún, me hizo pensar que era una obra reciente, desplazarme más rápido era lo verdaderamente útil para salir de allí.

A escasos 3 kilómetros la dicha se acabó, nuevamente el terreno es irregular. Muy cerca del desvió a Tame, un combatiente de la Guerrilla atravesó la carretera justo frente a mi, atrás su camarada, se ha quedado detallando mi paso. En ese momento sentí algo parecido, cuando algo se nos cae de la mano y va directo al piso a romperse, pero justo antes de que eso suceda lo agarramos en el aire. Mi reacción lógica o no, correspondió al miedo: frené a su lado y le pregunté al combatiente que había cruzado frente a mi, si aún faltaba mucho para salir de la trocha. Disminuyendo su paso, y haciendo un par de cálculos dirigiendo su mirada al horizonte me respondió: Unos 17 a 20 kilómetros más o menos. Agradecí y seguí mi camino sin mirar atrás ¿Será que la virgen aún viene conmigo, o se había caído del platón kilómetros atrás?

Muy cerca de La Cabuya, límites entre Arauca y Casanare el ruidoso motor de una camioneta Chevrolet, cargada en  la parte trasera con cuatro canecas azules de 30 galones y una cantina de leche intentaba sobrepasarme. El conductor es Rigoberto Acevedo, un microempresario de Sácama que recorre esta carretera recolectando la leche que los campesinos dejan a las afueras de sus fincas.

Cómo si nos hubiéramos puesto una cita, compartíamos el mismo destino, pero además,  hicimos un intercambio sin acuerdo previo. Yo le ayudaría a cargar las pimpinas de leche a la camioneta mientras  él acercaba a mi destino: Sácama, Casanare.

Sobre el medio día, el gris oscuro del cielo no aguantó más, se desplomó sobre nosotros un fuerte aguacero. Un rayo cayó tan cerca de nosotros, que el oído me quedó zumbando por  unos minutos.  Aún así, me bajaba a ayudarle a cargar la leche, haciendo paradas de finca en finca. Faltando 10 kilómetros para llegar, en medio del ruido que provoca la fuerte lluvia al estrellarse contra el vidrio y el capot de la desajustada camioneta, conseguimos escuchar el grito de Jenny Valderrama, la maestra de una vereda que no tuvo más opción que gritar muy fuerte para que el carro se detuviera. En sus brazos cargaba una niña de unos 3 años, debía llegar a Sácama pronto, había sido citada en la escuela para una reunión de profesores de las veredas.

El interrogatorio de la maestra, le dio la confianza necesaria para que me ofreciera su casa como refugio para pasar la noche. Entre conversaciones y muchas preguntas, llegamos a Sácama. Espero que la virgen también.  Al entrar al pueblo Jenny se bajó de la camioneta, y sosteniendo con el brazo izquierdo a su pequeña, me mostraba donde era su casa, para que después de que comiera algo fuera a buscarla. Don Rigo y yo seguimos un par de cuadras arriba, el aventón había acabado. Bajé a  Zumbambica frente a su empresa de quesos y me despedí, tenía mucha hambre, iría a buscar algo de comer.

Avancé tres o cuatro pasos, pero me devolví a pedirle una foto a don Rigo. En ese instante apareció en la escena un hombre de edad avanzada, algo jorobado, de sombrero  blanco de cinta negra, a medio afeitar, de cabello blanco. Él me señaló de loco al pensar cruzar el Páramo de Pisba en bicicleta, o mejor dicho, en esa bicicleta.

– Allá hay un camión cargando chatarra que lo puede ayudar a atravesar el páramo, allá le suben la bicicleta. ¡corra mijo, ya van de salida!

Así lo hice.  Unas cuadras más arriba, casi al salir del pueblo, encontré el camión atravesado en la calle principal del pueblo. Allí dos hombres eran los encargados de pesar y cargar la chatarra en la parte trasera del camión, mientras una mujer morena, de baja estatura con el cabello a medio agarrar y los senos más afuera que adentro, llevaba la cuenta de los kilos de cargados.

Don Luis López, VER VIDEO el conductor del camión, me dio el visto bueno y me advirtió que no me fuera de allí,  en menos de 10 minutos nos marcharíamos. Saqué la comida que cargo de emergencia en las alforjas de Zumbambica  ( dos paquetes de galletas soda, una lata de atún, un paquete de maní, unas salchichas viena y una coca-cola)  me senté en el andén a comer mientras un pelotón de siete hombres del Ejercito pasaron frente a mi reparando cada detalle de la bicicleta que posaba a un lado del camión a la espera del llamado.

Aún no empezaba a comer, cuando don Luis un poco afanado me ordenó subir la bicicleta para irnos. Me dirigí atrás del camión y con ayuda de quienes subieron la chatarra,  la trepamos encima de unas latas viejas y oxidadas, la sujetamos a un costado de las estacas de madera. Don Luis repitió dos veces: Amárrela bien, la zarandeada de aquí para arriba es brava. Una vez comprobé que la habíamos sujetado bien, bajé de un salto y volví al anden a recoger la comida, pero un perro hambriento tenía metido su hocico en la lata de atún, ya se había comido las salchichas y las galletas. Ese día no habría almuerzo.  

Apenas arrancamos, no sé qué rugía más, si el motor del camión forzado tratando de subir el  páramo, o mi estómago que se preparó para recibir tan solo una fracción de una galleta de soda. En el camino cuesta arriba, me imaginaba una y otra vez a mi mismo, caminando con la bicicleta en la mano, algunas partes eran tan empinadas que seguramente era imposible pedalear.

Poco a poco el paisaje fue cambiando, las corrientes de aire frío entraban ocasionalmente por la ventana, una tarde propia de un páramo. El movimiento lento en el camión me estaba adormeciendo, hasta que un fuerte grito don Luis señala el Nevado de Cocuy. De inmediato, dirijo la mirada al horizonte y veo en lo más alto y lejano de los picos montañosos la escarcha de la nieve sobre uno de ellos. No era un momento para dormir, mientras caía la tarde un ejercito de frailejones desfilaba frente a mi, lagunas  y cascadas de de nacimiento de agua pura bajaban a lado y lado de una carretera inventada, supuestamente por el Libertador Bolívar hace 200 años.

A casi 3700 metros sobre el nivel del mar, en la mitad de la nada, don Luis detuvo y apagó el ruidoso camión,  trataba de aprovechar una área donde consiguió tener señal para comunicarse con su amorío ( esa es otra historia que contaré en otro momento) mientras tanto descendí, me subí a una peña, el viento congelado me movía el cabello mientras el sol rasguñaba el borde de una montaña antes de desaparecer por completo. En ese momento comprendí que todo lo que había pasado ese día estaba fríamente calculado, que si la declaración de doña Rosalba para los pocos creyentes, es un tontería, la virgen, el destino o como usted lo quiera llamar me habían salvado no una, sino tres veces.

Esta aventura terminó a media noche en Belén, Boyacá.  Donde nuevamente debo decir adiós a quienes cruzan mi camino y tal vez, un simple gracias no alcanza para corresponder todo. Don Luis y yo estrechamos nuestras manos, nos dimos un abrazo. Cada uno seguirá su camino, el del camionero y  del del viajero.  Sus últimas palabras fueron: que la virgen lo acompañe, bienvenido a Boyacá.

Compártelo si te gusto

Más para ver

Scroll al inicio