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Al final somos un depósito de historias. Un cuarto donde se acumulan recuerdos uno encima de otro, arriba el peso del tiempo va borrando detalles y esas historias terminan siendo solo fragmentos. Esta historia la he contado muchas veces en once años y no quiero que pase un día más sin escribirla.

JUNIO 2009

Se suponía que el viaje había terminado hace dos días en Turbo. Pero no fue así, un nuevo destino apareció en el mapa y aún seguía “dando lora” en bicicleta por una trocha del Urabá Antioqueño con destino a Cartagena, la capital del departamento de Bolívar. La vía que conduce a San Juan de Urabá desde Necoclí era una piscina de barro. Al costado derecho, uno detrás de otro, una fila de carros esperan a que abran la vía. Al parecer, el atasco lleva varios días. Los conductores se las han arreglado para dormir, comer y hasta han encontrado la manera de babosear el tiempo jugando cartas.

Después de un largo tramo sorteando la trocha, sobrepasamos por “un ladito” al responsable: un camión doble troque volcado sobre la vía. Creo que mi amigo y yo coincidíamos en dos sensaciones: la primera, ir en bicicleta era mucho mejor, así tuviéramos salpicada hasta el alma de barro, que estar en el trancón; la segunda, que nos habíamos metido en la grande, al aceptar la invitación de dilatar nuestros días de viaje por los Montes de María.

Sé que ese día era 26 de Junio, lo sé porque el día anterior mientras un señor  en un taller de motos atendía una falla mecánica de nuestras bicicletas, la radio anunció una noticia que sacudió el mundo entero, Michael Jackson había muerto. Pero dejémonos de bobadas, en esta zona del país , preocupa más la hora en que retiren el camión y abran nuevamente la vía – si es que le puedo llamar vía a tremendo barrial –  que la muerte del Rey del Pop.

Horas después, una procesión de carros empezó a sobrepasarnos. Muy seguramente habían logrado retirar el doble troque de la vía y ahora, esa era la noticia más importante en las veredas. En una curva, el conductor de un camión amarillo pálido atendió mi súplica de llevarnos, tiro la palanca del freno de aire, el furgón se detuvo y de la cabina descendió en camiseta y una pantaloneta tres cuartos de jean gris, que algún día fue pantalón William Gómez Gómez.

William era un paisa generoso, lo intuí porque cuando intentábamos subir nuestras bicicletas al camión, se quitó su cinturón, para que las sujetáramos a las estibas. Su rostro denota marcadas líneas de expresión en los labios, al lado de los ojos y en la frente. Es un rostro bastante trajinado, se nota que no ha usado bloqueador en su vida, y creo que nunca lo hará. Su brazo izquierdo está dividido por una brusca línea: arriba más blanco que los senos de una monja; abajo un bronceado unos nueve tonos arriba de su brazo derecho, que a propósito no es tan oscuro porque es el brazo que no se expone al sol mientras conduce. Lo ojos de este hombre son color esmeralda, su bigote me recuerda a Serpa y en conjunto con su peinado, al zarco, el protagonista de la película La Venderora de Rosas.

No solo es generoso, es un hombre responsable, como él mismo lo dijo por encontrarle a cada uno de sus hijos una madre ¡mujeriego! En ese momento tenía 11 hijos, estoy seguro que si hoy hablara con él, esta cuenta ha aumentado. En cada pueblo que cruzamos durante el aventón, tenía un amor esperándolo.

Aparte de haber dedicado veinte años de su vida a buscar una madre para cada uno de sus hijos por todo el Departamento de Antioquia, su trabajo transportando todo tipo de mercancías de un lugar a otro, lo  convirtió en testigo de la confrontación armada y los movimientos del Cartel de Medellín en los 80´s. Su manera de hablar respecto a estos temas es escueta, sin reservas, algo apresurada  y adornado siempre con un acento paisa inconfundible.

Acordamos que mi amigo y yo iríamos a bordo del camión hasta el Carmen de Bolívar, allí él seguiría conduciendo hasta el Banco, Magdalena. Mientras avanzábamos por carreteras destapadas o más bien diría yo: inventadas,  de su boca se desprendieron algunas narraciones que revelaban detalles previos a la masacre en Mapiripan, Meta atribuida a los Paramilitares de Urabá Antioqueño. A veces su brazo derecho y mal bronceado, salía por la ventana señalando lugares y personas. Recuerdo que en un lugar nos dijo: “esa vieja es una paramilitar ni la h…”

Era un personaje de esos que cualquier periodista o escritor hubiese querido encontrar. Aquel que sabe detalles íntimos del conflicto y aún mejor, no tiene  previsión alguna para contarlos. El desorden de su vida y la particularidad de la misma, era un libro entero, lástima que eso lo entendí años después, cuando había perdido todo tipo de contacto con este hombre.

Aunque a bordo del camión avanzábamos más rápido, creo que era más incomodo. A pesar de ir en la cabina, no estábamos propiamente sentados en la silla, viajábamos sobre un fomi negro de unos cinco centímetros de ancho que el motor calentaba fácilmente, pero eso era más agradable que ver su ropa interior vieja, rota y desteñida o más bien teñida donde va el pompis, secándose en el millaré junto a sus tenis Vans sin cordones de color negro, decoradas con catrinas y una pecueca única e inolvidable. A veces no me explicaba cómo había hecho para cortejar a tantas mujeres.

El Paisa, como empezamos a llamarlo para hacer el ambiente más familiar, nos preguntó si teníamos dinero, claramente la respuesta fue negativa y aunque no tuvimos tiempo de ponernos de acuerdo para responder, mi amigo y yo sabíamos que nuestra repuesta la estimuló el miedo a que estuviéramos ante un ladrón. Nuestra conversación era casi a los gritos, como no había un aislante del ruido y el calor del motor, viajábamos con las ventanas abajo para disminuir un poco la temperatura en la cabina, eso al mismo tiempo provocaba un ruido tremendo.

Siempre he sabido que los paisas son recursivos. Mi abuela nacida en el Valle y criada en Antioquia me lo demostró cuando yo era niño. Claro,  también es cierto que hay una delgada línea entre ser recursivo y asqueroso, y el paisa estaba a punto de demostrarlo. Como el ruido era tan fuerte en la cabina, ordenó sacar de la guantera un rollo de papel higiénico, desprender un cuadrito y que alguno de nosotros no lo metiéramos en la boca hasta humedecerlo, luego formaramos una “bolita” para que lo usara como tapón de sus oídos. Su invitación para que hiciéramos lo mismo no dio espera, pero creo que mi compañero de viaje y yo preferimos seguir siendo recursivos y no asquerosos.

Las sorpresas no terminan. Si usted sabe que es “cruzarse los cables” tal vez entienda la razón por la cual El Paisa no paraba a comer, si no lo sabe se lo voy a explicar: fumar marihuana y oler perico te da alas. Como las jornadas de conducción de este hombre eran tan prolongadas, los narcóticos eran su  maniobra para no dormirse. Me sentía tranquilo de saber que iba a bordo de un conductor responsable, que no se iba a dormir en cualquier momento, pero al final de ese día ya estábamos muertos del hambre y él no tenia intensiones de  parar.

¡Hallelujah! De repente, detuvo el camión, descendió, pidió una gaseosa dos litros y siguió su carrera al baño. Aprovechamos para comprar “arepae´huevo”  y sin que él se diera cuenta, las ocultamos atrás del camión, debajo de los de bananos que transportaba. Lo hicimos a sus espaldas porque debíamos seguir aparentando no tener dinero. La primera noche llegó, debíamos bajarnos pronto en la “Y” del Carmen de Bolivar, pero El Paisa nos prometió conseguir un cargamento con destino a Cartagena, solo si lo acompañábamos a descargar los bananos al Banco Magdalena. No sé a mi compañero de viaje que lo llevó a decidirse en continuar abordo, pero mi rotundo si, fue determinado por el miedo de bajarme en un lugar desconocido y como lo describió el paisa durante varias horas de conducción: altamente peligroso.

La luz del sol se marchó junto a nuestra conversación. De noche, en silencio y cabeceando del sueño, pasaba frente a nosotros las luces de los carros y las líneas de la carretera. Decidimos pasarnos atrás del camión, justo encima de los bananos para dormir, y por su puesto, para comernos lo que horas antes habíamos encaletado. Los bananos eran transportados verdes, sin madurar, esto con la intensión de conservarlos en buen estado durante su transporte, eso hacia que tallaran un poco la espalda.

El Paisa se detuvo en la penumbra de una recta interminable que conduce a Bosconia, Cesar. El freno del aire nos despertó, desde el remolque, a través de las estibas, vimos que a una mujer subió a la cabina del vehículo. Fue cuestión de segundos y nuevamente en marcha. No sé cuanto tiempo pasó, mucho menos cuantos kilómetros avanzamos, pero una nueva parada acompañada de un escandalosa advertencia nos hizo descender rápidamente. Con un acento antioqueño inconfundible y muy, pero muy afanado El Paisa repetía una y otra vez: “muchahos huele a quema´o… huele a quemado bájense” mientras se dirigía a la parte trasera del vehículo. Cuando descendí por la parte derecha, lo primero que vi  fue el rostro de preocupación de la nueva tripulante. Lo que menos le preocupaba a ella era que el camión explotara, y me lo demostró cuando me dijo: “ Por favor no me violen” Su verdadera preocupación era encontrarse con tres hombres en la mitad de una carretera totalmente en penumbras.

Me quedé explicándole cómo habíamos resultado montados en ese camión, y todo lo que había pasado hasta ese momento, mi amigo fue atrás para ayudar a apagar el supuesto incendio, que no era más que las ganas que tenía El Paisa de fumarse un cigarrillo de marihuana. – Vaya, vaya entreténgala mientras me fumo uno.

De mañanita, con un poco de luz, la mujer de cabello crespo, piel morena, labios gruesos, de estatura media y pasada en tallas se despidió con su acento típico de la zona: “hata pronto muchacho.. ” bajamos a la cabina a sentarnos nuevamente al lado del Paisa. El dinero volvió a ser tema de conversación – ¿en serio no tienen nada de plata?  Y nuestras negativas seguían en pie, aunque confieso que si la pregunta era por parar en algún lugar a comer algo, no me hubiera importado quedar como un mentiroso.

De acuerdo a mis deducciones, El Paisa estaba a punto de completar veinticuatro horas sin dormir y nosotros sin comer arrocito, papita, carne…  solo un par de horas nos separaban de nuestro lugar de destino, pero al final victimas de nuestro propio invento, el camión se apagó, el impulso que llevábamos apenas nos alcanzó para hacernos a un lado de la carretera. Nos habíamos quedado sin combustible y como ninguno teníamos dinero, El Paisa se vio obligado a subirse en una moto e ir a solucionar el problema en el pueblo más cercano.

El tiempo pasó muy lento, dos horas y algo más, tardó en volver  y sorprendentemente  lo hizo con el siguiente inventario: Un timbo de 5 galones lleno de gasolina, un millón de pesos y un celular. Se los dije  unas líneas atrás, los paisas son recursivos y además buenos negociantes. Cuando le pregunté cómo había hecho esto, me respondió algo que no olvido nunca: “ vueltas mijo”

Llegamos al Banco, un municipio cercano a Chimichagua,  escenario de inspiración para que José Barros a orillas del Magdalena compusiera La Piragua de Guillermo Cubillo una de sus obras maestras. Por orden del Paisa, antes de entrar al pueblo debimos bajar las bicicletas del camión y revolcar los bananos que se habían maltratado. Se suponía que lo seguiríamos sobre nuestras bicicletas, pero el infeliz arrancó sin compasión por el laberinto de cuadras que llevan al centro. En la contrarreloj que emprendimos, mi compañero de aventura se pinchó dos cuadras más adelante. Rápidamente acordamos que sería yo el encargado de perseguirlo, no podíamos perderlo de vista.

Mis esfuerzos no fueron suficientes, perdí de vista el camión de color amarillo pálido que se perdió al girar a la izquierda por una cuadra atiborrada de ventas ambulantes de hortalizas y pescado. A pesar de buscarlo repetidamente entre cuadras, no lo encontré. Decidí volver a la salida del pueblo en busca de mi compinche, pero no estaba en el lugar donde se supone, estaría despichando la rueda de la bicicleta. Si hubiera existido la tecnología que hoy existe todo hubiera sido más fácil, pero en el año 2009 el celular que me acompañaba lo más sorprendente que tenía era el rigntone de una rana o una vaca.

Batería baja, sin señal y peor aún, sin minutos. Aquello de compartir la ubicación o enviar una foto en tiempo real, parecía una tecnología usada por la NASA para la época. La casualidad de rodar por una misma cuadra nos hizo finalmente coincidir después de mucho tiempo. El hambre era más atenuante que nuestro mal humor, nos culpábamos uno al otro por la situación. Nos sentíamos engañados, habíamos llegado hasta allí innecesariamente, después de estar en Carmen de Bolívar a menos de 150 kilómetros ahora estábamos a 500 kilómetros de distancia de Cartagena.

¡cómo perro de ricos! Gritaba enérgicamente el Paisa a moco tendido. Estaba sentado en la parte trasera de un bicitaxi conducido por un niño de unos 14 años, estatura media y eso si, muy pero muy pasado de peso.  El paisa había aparecido de repente por las calles del Banco Magdalena. Sus piernas las llevaba cruzadas y estiradas sobre el asiento de adelante. Cuando nos encontró se burlaba de nosotros, para él que llevaba tantos años en esto, era apenas lógico:  las frutas se descargan en la plaza de mercado.

Nos subimos al bicitaxi, no hubo un solo momento en el que dejé de sentir consideración por nuestro cochero. Yo compartiendo asiento en la parte de atrás con el Paisa, apenas veía como le escurrían las gotas por el rostro y la espalda, además, su pantaloneta medio caída de la cintura dejaba al descubierto el principio de sus nalgas: la alcancía. Nos dirigimos al muelle, a orillas del Río Magdalena vimos el atardecer sobre una barca vieja y abandonada en la rivera del río. Antes de marcharnos, llegaron dos niños vendiendo cocadas, uno de ellos bajo sus pantalones y orino al río sin sentir vergüenza porque yo lo estaba retratando. No sé si fue inocencia, o nobleza, pero cuando guardó su “manguerita” en la pantaloneta, tomó con la misma mano una cocada del plato y me la ofreció.

La cocada se la terminó comiendo el Paisa, después de todo, no éramos tan todoterreno como él creía. Nos subimos al mototaxi e impulsado por el valiente cochero nos alejamos del muelle. La siguiente parada fue en un asadero de pollos, donde después de dos días al fin, conseguíamos comida de sal. En mi diario de viajes escribí que era el pollo asado que más había disfrutado en mi vida y hoy once años después acordándome de ese día, no me quedan dudas.

Al día siguiente el Paisa salió con sus maletas muy temprano del hotel donde nos hospedamos. Averiguamos en recepción donde nos dieron dos noticias negativas, la primera, que no lo habían visto salir; la segunda, que no habíamos pagado la noche. Es decir, si el Paisa no volvía nosotros debíamos pagar el hotel. A media mañana, escuché su inconfundible voz, con ese acento arrastrado adornado cada tres palabras con una grosería en el pasillo del hotel: el Paisa había vuelto. Lo acompañaba el cochero quien se puso a limpiarle unos tenis blancos con azul y a organizarle unos regalos en su maleta, que seguramente eran para seducir a alguna mujer en otro pueblo de Colombia.

Las noticias eran buenas, o por lo menos eso creía yo. El Paisa había cumplido con su palabra, debíamos alistarnos rápido, había conseguido que lo contrataran para llevar una mercancía a Barranquilla. Cuando llegamos al parqueado donde había dejado el camión la noche anterior, un hombre de sombrero blanco, camisa negra cadena de oro en el pecho, de pantalón gris claro y zapato sin cordón de charol medio puntudo lo estaba esperando. No le puedo asegurar que su nombre era Rudecindo porque las anotaciones de esa parte del viaje, parecen garabatos de un recetario médico.

Emprendimos el viaje por trochas, rodeando ciénagas y atravesando caseríos demasiado humildes. En Caños de Palma fui entendiendo que el Paisa nos necesitaba mucho más de lo que nosotros a él. La instrucción fue clara “ usted y usted tienen que ayudar a subir los marranos”  realmente eso no me molestaba, de igual manera era el precio de la aventura y yo estaba dispuesto a “disfrutarla” lo que si me molestaba, era la manera como Rudecindo engañaba a las personas que sacaban sus puercos de las cocheras para vendérselos a un precio realmente irrisorio.

En su bolsillo se alcanzaba a marcar un fajo de billetes grueso. Lo sacaba, humedecía con sus babas el dedo pulgar e índice y buscaba los billetes para pagarle a los pobladores unos marranos totalmente desnutridos, porque seguramente si en casa no se alimentaban bien, el animal tampoco. La gente siempre le suplicaba que le pagara más, pero no hubo compasión en ningún momento. ¡Miserable! Se aprovecho de todos los que esa tarde acudieron a vender, en algunos casos, lo único que tenían.

En total recogimos 23 marranos, a todos antes de subirlos al camión se les puso un sello falso en sus orejas de vacunación y salubridad. Al caer la tarde paramos en un restaurante al lado de la antigua Vía al Mar a comer. Pero cuando nos disponíamos a sentarnos, Rudecindo , el que habia estafado a todos los pobladores de Caños de Palma ordenó comida para él, su acompañante, que se había subido al camión hace pocos kilómetros y para el Paisa.  De inmediato, nuestro William Gómez Gómez sin pelos en la lengua saltó en cólera, corrió dos sillas de otra mesa, nos invito a sentarnos, en la mesa, además, ofreció a pagar lo que mi amigo y yo nos comiéramos. – Háganle mijos pidan lo que quieran.

Mientras llegaba la comida, el miserable don Rudecindo contaba con intranquilidad y mucha preocupación las recientes amenazas de muerte que había recibido por sostener una aventura amorosa con la esposa de un Paramilitar. La comida llegó a la par de la noche. Una complicación más fue el postre sobre la mesa: los retenes militares en la vía, y como bien lo dijo Rudecindo no había nada que el dinero no pudiera comprar. El paisa, Rudecindo y su acompañante, ocuparon la cabina del camión, mi amigo y y íbamos atrás agarrados de donde pudiéramos para evitar pisar los marranos.

De camino a Barranquilla fue necesario sobornar uno que otro retén, porque el comerciante estrella y el conductor no tenían los documentos que exige la ley para la movilización de animales. Llegamos a media noche a Barranquillita, uno de los barrios más peligrosos de Barranquilla. Allí descargamos los 23 marranos en una bodega clandestina, el Paisa recibió su pago y nos despedimos de los dos sujetos. Nuevamente nos encontrábamos los tres: el Paisa, mi amigo y yo.

Dejamos el camión a pocas cuadras de este lugar, y nos fuimos por una calle oscura en busca de comida y un hotel “espichadito” como decía el Paisa.  Dos pasteles de yuca que nadaban en una piscina de aceite quemado sesearon el hambre de nosotros, de un par de taxistas y de las trabajadoras sexuales que a esa hora de la madrugada se acercaron a este puesto ambulante ubicado en el separador de la calle. El hotel que conocía el Paisa no tenia más habitaciones disponibles, el cansancio, pero más la preocupación de que nos robaran en aquel sector, hizo que regresáramos a tratar de dormir en el camión.

El Paisa nos agradecía todo lo que habíamos hecho durante el día mientras organizaba su cambuche en la cabina. Era la tercera noche juntos y esta vez no habían bananos para dormir sobre ellos. Lo que si había era abundante excremento y orina de los marranos. La puerta del camión se cerró con las buenas noches y nosotros decidimos dormir atrás, sobre las puertas de madera que cierran la carga del camión, eso si con doble camiseta amarrada en nuestras narices para aguantar el olor a cochera.

Al día siguiente no solo habíamos dormido muy mal, olíamos fatal. Solo 120 kilómetros nos separaban de Cartagena. Era hora de decirle adiós a nuestro ángel de la guarda. William Gómez Gómez se despedía con nostalgia, nos marchábamos en nuestras bicicletas, ya no había quien le hiciera las bolitas de papel higiénico con babas para tapar sus oídos, quien le marcara a sus enamoradas… la compañía se acabó. Cuando habíamos avanzado unos siete metros, nos alcanzó y nos dijo que nos fuéramos con él para Medellín o Bogotá, prometió al igual que la última vez, encontrar un cargamento de algún producto para transportarlo allí. Ya era suficiente debíamos continuar nuestro camino sobre ruedas ¡Adiós!

Si en el camión solo subimos 23 marranos, le pregunto querido lector ¿quién es el marrano # 24 y por qué?

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