El primero de Junio del año pasado (2019)
Cerca de las 3 de la mañana sonó el despertador. No se trataba de alguna alarma, era mi estómago anunciando que debía saltar de la cama de inmediato. A partir de ese momento, fueron siete veces las que debí ir al baño (lo sé porque las conté). Cuando llegó la hora de levantarme, me sentí muy débil, sin fuerza, ni ánimo para pedalear. A pesar de eso, tomé una ducha de agua caliente y salí del reducido cuarto donde me había hospedado esa noche. En la mañana, el primer reto del día, fue bajar por una estrecha escalera mi pesada bicicleta de un segundo piso. Haciendo maromas con mi espalda, sosteniendo el manubrio con el cuello. Sacando fuerzas de quién sabe dónde, mi cara de malestar y yo llegamos al primer piso.
Allí sobre la carretera funcionaba la tienda de doña Doris, donde se podía encontrar desde una aguja, hasta un pollo asado en combo. No es broma, era una ferretería, con aires de droguería, parecido a un supermercado y me parece injusto no mencionar el funcionamiento del restaurante. Doña Doris hizo tres preguntas las que respondí con tres mentiras. ¿Cómo durmió? ¿sintió frío? Y la tercera ¿qué va a desayunar?. Dormí como un bebé (cagado) no sentí frío (sentí escalofrío) no tengo hambre, (ya desayuné). Pedí dos Pedialyte, en realidad no quería ni siquiera pasar saliva, pero hidratarme era una prioridad y yo lo sabía.
Junín, es un caserío a lado y lado de la carretera principal que va desde Tumaco a Pasto, tal vez de unas cuatro o cinco cuadras. Frente al hotel donde pagué algo menos de tres dólares la noche, se podía ver el desvío de una carretera que conduce a Barbacoas, un municipio de Nariño más de olvido que de conflictos. El sol empezó a pintar mi segundo día de viaje. ¡que tragedia! Si esto era empezando, no me imaginaba que vendría para mi en los siguientes meses. Los primeros metros los hice caminando, no pude arrancar en la cuesta, no tenía fuerza. La marcha la interrumpió un señor de ojos café claro, piel blanca, barba a medio afeitar con algunas canas; de cabello corto color negro, camisa blanca muy arrugada fuera de su jean color azul, a quien saludaron en dos ocasiones como “El Boludo”.
De su boca, el hedor a aguardiente me hizo entender que estaba fuera de sus cabales. Así Prefería recordarlo, como un borrachin más y no como alguien que me estaba amenazando. Sus insultos y ofensas al presidente de turno fueron un monólogo de diez minutos. En tres ocasiones traté de despedirme y cortarle su departo, pero era inútil. Al final me advirtió, mientras empuñaba su mano izquierda “ojo porque a los perros que ladran los matan” sonreí, tomé su mano y le dije gracias por el consejo debo irme. Traté de despedirme de la mejor manera, no quería que se enfadara conmigo. Mientras avanzaba en mi caminata arrastrando a Zumbambica cuesta arriba seguía insultandome.
Después de treinta minutos, me topé con un pequeño descenso, decidí subirme a la bicicleta. Entonces sentí irritado, lo que usted señor lector llamaría: “el ojete”. El lugar era bastante húmedo, el viento frío apuñalaba mi cuerpo. Unos cuantos metros adelante me detuve a buscar en las alforjas un buso para abrigarme. Los rayos de sol levantaban la niebla del suelo, parecía un danza de fantasmas resucitando. Detenido, aún escarbando desesperadamente en las alforjas, no me percaté que un pelotón de unos ocho militares estaban al otro lado de la carretera, cuando abrí la alforja, se pusieron alerta, incluso unos cargaron los proveedores sus armas. Segundo susto del día. Levanté mi mano izquierda y con mi derecha saqué un buso que les mostré con un gesto de calma e inocencia. Uno de ellos, sonrió irónicamente, me hizo un buen gesto con su dedo índice. Los otros dieron media vuelta y continuaron con su marcha. ¡vaya susto!
Muy cerca de Altaquer, en una tienda de fachada amarilla, al costado derecho de la carretera encontré a Harby, un ciclista que había conocido dos días atrás en Tumaco. Mis publicaciones en Internet le iban contando mis paso desde que inició la aventura. Encontrarlo fue un golpe de ánimo y sobre todo, un apoyo en mi primera crisis de salud. En las subidas pronunciadas, me empujaba con su mano derecha, la que se había fracturado unos meses atrás. Eso lo supe días después.
Su explicación del terreno, referentes del lugar, y la visita a dos cascadas hermosas Nambí y la Chorrera del Amor dejaron tempranamente al descubierto su humildad y generosidad. De camino, bajó de un árbol tres guayabas, las lavó con el agua de su caramañola y me las entregó confiando en que me ayudarían a mejorar el mal de estómago que me agobiaba.
Después de cuatro horas, 30 kilómetros de recorrido, dolorosas y perpetuas pendientes, finalmente llegamos a Ricaurte. Así el viaje me daba la bienvenida a esta aventura. Mis sensaciones no eran buenas, era una lista de malestares que me llevaron a desfallecer fisicamente. Necesitaba una cama y por supueto un inodoro.
Me esperaban varios días de atenciones. Harby y su familia cuidarían de mí como si fuese su propio hijo. Me hospedaron, me ofrecieron comida, prepararon una jarra de jugo de guayaba y uno que otro remedio para “amarrar” mi estómago. Que en realidad, no me preocupaba tanto como la sensación de debilidad que me estacionó varios días allí. No pude determinar qué había afectado tanto mi salud, mi primera semana de viaje también golpeó mi estado de ánimo que se extendió unos días más, mientras el olor al nuevo viajero se marchó con la aventura.